En el
artículo anterior de La cara oculta vimos cómo el astrónomo William Herschel defendía en 1795 que el Sol podía albergar vida en su interior. En esta ocasión veremos las repercusiones de esta idea en fechas relativamente cercanas.
En 1951, un ingeniero septuagenario de la ciudad alemana de Osnabrück (Baja Sajonia) llamado G. Büren declaró frente a un tribunal que “Las manchas solares no son manchas, sino agujeros. Son oscuras, lo que significa que el interior del Sol es más frío que su exterior. Siendo esto así, debe existir vegetación y el núcleo del sol debe ser habitable”. El reclamante era una asociación astronómica, la
Astronomische Gesellschaft (A. G.) a la que pertenecían casi todos los astrónomos profesionales de Alemania y muchos otros del extranjero.
Büren era un astrónomo aficionado de sillón, sus vecinos aseguraron en el juicio que nunca había mirado por un telescopio. Según su propio relato, todo empezó a raíz de haber leído una estimación del interior de la temperatura del Sol. Según
Sir Arthur Eddington el valor debía rondar los 40 millones de grados, para Büren esto era tan disparatado que dio una conferencia sobre la cuestión a los alumnos de la Escuela Superior de su ciudad. La conferencia, lejos de fomentar el debate y suscitar una respuesta por parte de la comunidad científica, pasó sin pena ni gloria. Así que Büren adoptó un plan mucho más audaz, ofreció un premio de 25.000 marcos (el equivalente a unos 50.000 euros en la actualidad) a quien fuera capaz de aportar pruebas de que el Sol no es habitable y una suma similar a quien pudiera demostrar las altas temperaturas y presiones que los astrónomos aseguraban que existían en el interior del Sol y de Sirio.
Esta vez la
Astronomische Gesellschaft no dejó escapar la ocasión y tres destacados miembros de la asociación, el profesor Otto Heckmann de Hamburgo; el profesor Ludwig Biermann de Gotinga y el profesor Hans Siedentopf de Tubinga, presentaron pruebas que demostraban a todas luces que la habitabilidad del Sol era una insensatez. Sin embargo, no se pronunciaron respecto a la segunda cuestión, la de las temperaturas y presiones.
Se nombró a un jurado formado por tres científicos respetados que, obviamente, no debían ser miembros de la Astronomische Gesellschaft: el premio Nobel de física
Werner Heisenberg, padre del famoso
principio de incertidumbre; el astrofísico Schäfer de Colonia y un abogado de Hamburgo, llamado Fischer.
El jurado se reunió en Hanóver en septiembre de 1951 y estimó que las pruebas aportadas por la Astronomische Gesellschaft eran válidas y que Büren tenía que pagar. Pero el ingeniero rechazó el veredicto aduciendo que las pruebas aportadas no le resultaban convincentes.
Por extraño que parezca, el asunto acabó en los tribunales en Osnabrück, que confirmaron el veredicto del comité científico. Büren recurrió en segunda instancia en Oldenburg y en junio de 1953 se rechazó su apelación y se estableció la obligación de hacer frente al pago de los 25.000 marcos. La sala de vistas estaba abarrotada, Büren no podía ocultar su tensión e intentó discutir sobre la materia, pero el presidente del tribunal se lo impidió asegurando que lo que se estaba dirimiendo era su obligación a pagar o no. Las causas científicas ya se habían establecido en primera instancia y no cabía recurso.
Aunque el abogado de Büren intentó recurrir a una instancia superior en Karlsruhe, la muerte de su cliente en 1954 hizo que no se llevara a cabo. En 1956 la Astronomische Gesellschaft recibió el dinero de la herencia, de los que un 7% se habían quedado por el camino para el pago de costas y otros procedimientos legales. La asociación creó un fondo para el fomento de la astronomía, especialmente entre los jóvenes y, de este modo, el nombre de Büren ha pasado a la historia por convertirse en mecenas de la ciencia a pesar de sí mismo.
Artículo publicado originalmente en mi sección
La Cara Oculta en la revista
AstronomíA, 179 (mayo de 2014).
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2014-09-25, 11:47 | 2 comentarios